―Debajo de todas estas ruinas ―dijo moviendo la mano para señalar algo indefinido, tal vez la habitación, la casa, el barrio, la ciudad, el país, el continente, el mundo, el universo, a sí mismo, el todo o la nada―, está lo que queda de mí.
Hablaba, pues, de sí mismo, otra vez. Era poco lo que decía últimamente, cada vez menos y con pausas más extensas, de días en algunos casos. Hablaba siempre sobre el mismo tema: la decadencia y la muerte; su decadencia, su muerte, y la de todos. La edad, sin dudas, le afectaba más que a muchos de nosotros.
Suspiró. Esperé que continuara hablando. Le acerqué un vaso con agua, bebió algunos sorbos, se mojó la pechera de la camisa y no hizo el menor esfuerzo por ocultarlo, por fingir que le daba pena, solo siguió mirando al frente.
Volví a mi libro, esperar durante horas a que dijera algo más podía vencer cualquier cantidad de paciencia, por infinita que esta fuera. La expectativa pronto decae y solo queda el aburrimiento en esas horas vacías en las que la única salvación es leer. Y yo, que siempre llevaba un libro conmigo, las aprovechaba.
Anoté lo que dijera, que era para lo que se me pagaba, en la hoja en la que se repetía más o menos la misma frase a lo largo de días, en diferentes momentos, con un significado sumamente similar y mínimas variaciones. Alguien creía que podría llegar a decir algo de verdadera importancia, algo de valor, que recordara el gran ingenio del que hacía gala antaño; lo cierto es que no parecía quedar nada de aquella inteligencia casi mítica. Sin embargo lo anoté, luego repasé las notas anteriores:
Debajo de estas ruinas, poco es lo que queda (lunes, 15.17hs).
Debajo de todas estas ruinas, algo suspira (miércoles, 03.34hs).
Debajo de estas ruinas, nada nace (sábado, 12.23hs).
Debajo de todas estas ruinas, incluso el sol brilla (lunes, 18.29hs).
Debajo de estas ruinas, está lo que queda de mí (jueves, 07.56hs).
Los silencios se extendían poco a poco, las horas vacías eran más y más. Sus ojos se ponían brillosos, con las pupilas dilatadas, la respiración acompasada, la voz rasposa. Se sabía cómo terminaría, lo que no se sabía, o no quería saberse, era cuándo lo haría. La espera se volvía intolerable.
Una semana más tarde volvió a balbucear lentamente una de sus frases cuando me encontraba de guardia.
―Debajo ―dijo sobresaltándome porque no esperaba que volviera a hablar― de todas estas ―levantó su mano enflaquecida y amarillenta― ruinas ―cerró los ojos y respiró largamente― también está ―el impulso se agotaba, la voz se apagaba― mi piel ―completó con un susurro.
Rechazó el agua, rechazó mi ayuda, ya estaba más allá de cualquier cosa que yo pudiera hacer por él, estaba más allá de todo.
Anoté la frase debajo de la anterior en la misma hoja, luego volví a leerlas una por una, frase a frase, o mejor dicho, verso a verso. Lo leí en voz alta, para él, solo para él, que apenas si se movía, con voz calma para que cada palabra se comprendiera, y luego de escucharme recitar su último verso se despidió con un suspiro.