sábado, 16 de marzo de 2024

Solo su risa, nada más

Aun con los ojos vendados, mis manos atadas, la mayor parte de mis movimientos restringidos, reconocí su risa. No tenía dudas de que era ella. No podía ser nadie más. Su risa era única. Su risa era una más de las cualidades de su ser. No, esto está mal, su risa no era una calidad más de su ser, su risa era/es su ser. Había sido esa misma risa la que me condujera por caminos cada vez más oscuros, en los que la fantasía se entremezclaba con el miedo, el terror más cerval, la cercanía del horror y cosas peores cuyos nombres no me atrevía a aprender. Siendo que ni siquiera podía nombrar esos lugares, esos actos, mucho menos me imaginaba como su protagonista.
    Sin dejar de reír en ningún momento, rozó cada parte de mi anatomía con sus dedos, deteniéndose allí donde su tacto despertaba mis cosquillas; lamió mi rostro, mi pecho, mi abdomen y todo lo que se encontraba debajo como si de allí manara el néctar más delicioso del mundo.
    Me dejé llevar cuando sus manos rozaron mi cuerpo, me dejé hacer cuando sus dedos se metieron en mi boca, me dejé llevar por cada movimiento de su cuerpo sobre el mío, me dejé hacer por su lengua. Sentía una tibieza sin igual que nacía de esa risa entre histérica y divertida que se mezclaba con gemidos y suspiros y que algunas veces era suya y otras tal vez era mía. Cierto que cada vez me costaba más respirar, pero su risa me acompañaba y eso era lo más importante. Cierto que apenas podía pensar, pero su risa me acompañaba y eso era lo más importante. Cierto que mi mundo se volvía más oscuro de lo que ya era debajo de la venda, pero su risa me acompañaba y eso era lo más importante. Cierto que lo olvidé todo cuando el frío envolvió mi cuerpo por un breve instante antes de que el dolor lo reclamara, pero su risa, su frenética risa, me acompañaba, su risa era lo más importante y estaba allí para mí, para mí, solo para mí y para nadie más.



domingo, 10 de marzo de 2024

La llegada

Lo sabía aún antes de abrir los ojos y revisar los indicadores, la nave disminuía su velocidad. Claro que con todos los sistemas desarrollados para el sostenimiento del impulso y la cancelación de la inercia, no podía sentirse algo como lo que él decía sentir en esta generación de naves, sin embargo, sí podía, lo sentía, y nunca se equivocaba. Lo habían comprobado varias veces. Era el único con la habilidad de notar el cambio de velocidad de una nave en el espacio profundo, donde la gravedad es prácticamente la única fuerza con algún tipo de influjo sobre los cuerpos. No quedaban dudas de que podía hacer lo que decía que hacía, claro que el que estuviera comprobado no volvía más fácil el aceptarlo.
    Si la nave comenzaba a perder aceleración significaba que estaban llegando a su destino o que había habido algún tipo de fallo. El último fallo registrado en una nave había ocurrido antes de la automatización completa de los sistemas, por lo que la única opción para que se produjera una desaceleración era que se acercaban a su destino.
    Ciertas cuestiones, mínimas, casi imperceptibles, continuaban en manos de seres biológicos y no de la fría lógica técnica para la que todo es ceros y unos, si y no, hay o no hay, está vivo o está muerto. Como la infinita gama de opciones posibles entre el cero y el uno, entre el no y el sí, entre el haber y el no haber, entre la vida y la muerte no tenía lugar en esa lógica, su presencia se volvía necesaria en ese momento, en ese lugar, con el único fin de ocuparse de las últimas preparaciones mecánicas que todavía no estaban a cargo de los sistemas.
    Se desplazó a lo largo de los pasillos de la nave hasta el centro de control y comprobó lo que sabía. La velocidad disminuía, sin embargo, no lo hacía en la proporción correcta. Algo no parecía estar funcionando adecuadamente. Comprobó los controles, las indicaciones, los cálculos que le dieran antes de partir: todo era correcto, todo concordaba. Lo único que no lo hacía era la velocidad que llevaba. Era demasiada para un acercamiento como el programado.
    Se afanó sobre los controles, las tablas de navegación, los mapas estelares, buscando la forma de evitar la colisión inminente, al menos de esquivar la mayor parte del impacto y tal vez sobrevivir. Comprobó la inercia y la masa. El golpe contra la superficie de ese planeta supondría un cataclismo devastador, ya fuera que cayera en la superficie o sobre el agua arruinaría la atmósfera cambiando su composición química. Si en ese lugar había vida lo más probable es que terminara desapareciendo bajo una bola de fuego, tragados por el magma o congelados al no recibir radiación suficiente de la cercana estrella.
    Estaba quedándose sin tiempo. La gravedad de la estrella cercana y la del satélite natural sumaban velocidad a su desplazamiento. Caería sin remedio y posibilidad de modificar el curso.
    Los instrumentos confirmaban la existencia de vida basada en el carbono y otras sustancias básicas.
    Buscó una imagen de las formas de vida a punto de ser destruidas. Eran enormes moles de masa orgánica de color verde, marrón, grisáceos, sobre la tierra, en el agua y en el aire. Pero también había otros, más pequeños, de colores similares, que se alimentaban entre ellos o de la flora de la superficie, de lo que otros dejaban, de lo que nadie quería. Y aún otros más pequeños, que no parecían percatarse de nada ni nadie parecía percatarse de ellos. El planeta entero estaba plagado de ellos con una variedad incomparable y nunca visto en ningún otro de los mundos contactados. Quizá fueran inteligentes, tuvieran una cultura y un desarrollo tecnológico tal que les permitieran evitar la tragedia y acabaran destruyéndole en el aire. Por lo pronto, la nave no se detenía.
    Su gente, su propia gente lo había enviado a matar y morir. Su gente, que no soportaba que fuera diferente al resto de ellos, que no podía entender que algunas veces el cambio se produce por una razón y que no todo tiene que ser universalmente igual a sí mismo, lo condenaba. Su gente lo rechazaba, lo exiliaba enviándolo hasta el otro lado del ser, hasta más allá del no ser. Pero no solo eso, no solo lo despreciaban, sino que utilizaban su destrucción para destruir a otros de los que nada sabía y que nada sabrían de él.
    Aceptó su inminente final encomendándose al infinito y deseando que algo de toda la vida que rebosaba en el tercer planeta de aquella estrella sobreviviera a su llegada.

No sé si es una película o una pérdida de tiempo,
 me inclino más a la segunda opción

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Inicio del Espacio Publicitario:

En el N° 40 de la revista española La ignorancia 40 se ha publicado el relato: No se gana sin antes haber perdido.

En el N° 95 de la revista El Narratorio se ha publicado el relato: Danza

Pueden pasar a leerlos cuando gusten.

Fin del Espacio Publicitario.

sábado, 2 de marzo de 2024

Tempus Fugit

Avanzamos otra vez unos pocos pasos y nos detenemos frente a otra de esas cosas, mirándola en silencio durante un tiempo incalculablemente aburrido. Infinito. Interminable. Inabarcable. Inclinamos la cabeza hacia un lado, luego hacia el otro. Nos acercamos todo lo que las medidas de seguridad lo permiten, asentimos sin decir una palabra, señalamos detalles que nadie más parece ver, colores, texturas que por más que se expliquen no tienen sentido.
    Veinte minutos, media hora, tal vez más. Luego avanzamos otra vez unos pocos pasos, o algunos más si es necesario cambiar de sala, antes de detenernos frente a la siguiente cosa. Se tardaría una eternidad en completar el recorrido de continuarse con este ritmo. Se le veía tan feliz con su paso cansino, moroso, casi perezoso. Disimular los bostezos y no desfallecer era lo más complejo, no sabía por qué había aceptado la invitación que siempre realizaba sabiendo que sería rechazada. Para sorpresas de ambos, aceptó. Ahora estaban allí. Se odiaba por eso, por eso y porque no encontraba la forma de huir de ese lugar sin quedar en evidencia ni perjudicar su relación. Seguiría allí mismo, clavados durante una infinidad de tiempo frente a cada cosa, admirando vaya a saber qué ni entendiendo porqué tenía que ser así.
    Cosa tras cosa, sala tras sala, piso tras piso. Tendré mil, mil quinientos años cuando por fin salgamos de este lugar; mis huesos se volverán polvo antes de terminar el recorrido; los sueños e ilusiones de mi juventud se perderán para siempre ―al menos los que no lo hayan hecho ya―; me volveré un recuerdo difuso para quienes me conocen; el mundo habrá cambiado tanto que me resultará irreconocible y de seguro tan diferente que adaptarme a él sería tan difícil como mantener los ojos abiertos frente a esta otra cosa que miramos ahora. Lo único que no cambiaría es el silencio que me rodea, el que me lleva a dudar del normal funcionamiento de mis oídos, pero sí, lo hacen, funcionan, porque nunca podría imaginar el susurro de los pequeños pasos sobre el parquet plastificado. Si continuaban allí la muerte los olvidaría porque nunca vendría a buscarnos a un lugar como este, tan lleno de polvo, años y soledad. Vivirían en el olvido y sería como si nunca hubieran existido. El sol podría implosionar arrasándolo todo y nosotros aquí no nos enteraríamos, al contrario, continuaríamos por el resto de la eternidad mirando cosa tras cosa, sala tras sala y piso tras piso para al final del recorrido volver a comenzar en un ciclo sin fin más allá de la existencia, del sentido de la vida, el universo y todo lo demás. Si tan solo fuera más fácil rechazar que aceptar las invitaciones.
    ―No tenías que venir. Sé que esto te aburre.
    La voz interrumpió el hilo de sus divagaciones. Cuando tuvo la certeza de que en verdad había existido, demoró un poco en responder.
    ―Está bien, es muy… interesante ―dijo―. En serio.
    Se miraron en silencio poco menos de un minuto, uno de esos minutos en los que pueden relatarse todos los acontecimientos de una vida y aún quedaría tiempo para mucho más. Luego continuaron avanzando, unos pocos pasos, hasta la siguiente cosa.

jueves, 4 de enero de 2024

Como un cencerro

―Entonces hacemos así ―trazó dos nuevas líneas sobre la hoja de papel ya de por sí cubierta de líneas, flechas, círculos, cruces y otras figuras menos definidas―. Lo colocamos aquí, luego movemos esto hacia allá, de esta forma los factores no se modifican, como verás. Acomodamos esto por allá, se limpia esto ―las líneas continuaban llenando la hoja en la que casi no quedaba espacio en blanco, no se daba cuenta de ello o no parecía importarle―. Con esto ya ordenado, esto de aquí se suprime, podemos entonces agrupar esto por acá ―Trazó una línea en diagonal de punta a punta de la hoja―. Esto es para que pueda realizarse el intercambio sin que nada se pierda ―Se detuvo para tomar aliento un instante tan breve que no llegué a acotar nada―, porque la idea es no perder nada sino conservar la constante normal así como la diferencial, es decir, conservarlo todo. Por eso necesitamos también… ¿dónde está? ―Buscó algo en la hoja con la mirada y la punta de la lapicera hasta encontrarlo―. Aquí. Esto. Esto iría al final. De esta manera se estabiliza el patrón completo.
    Cerca de media hora después de que comenzara a hablar, por fin se detuvo. Yo estaba exhausto, y lo único que había hecho era escucharle. Mi cabeza ardía, sentía como si una docena de cencerros sonaran al mismo tiempo con palabras, datos y cifras confusas.
    ―Comprendo ―respondí a la pregunta no formulada.
    ―Perfecto.
    Nos levantamos casi al mismo tiempo, entrechocamos los cuatro puños y nos alejamos en direcciones opuestas con la certeza de que cada uno sabía lo que el otro haría. Solo cuando logré salir de aquel lugar me percaté de que la hoja con todas las notas y explicaciones había quedado sobre le mesa.

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Con esta breve entrada celebramos los 16 años consecutivos de Proyecto Azúcar, así como la entrada N° 1200 del blog.

Volvemos a leernos en marzo.

Saludos,
J.

sábado, 30 de diciembre de 2023

Divagando al amanecer

Contemplé el vacío una vez más. Esto es peor que contemplar el abismo, porque el abismo tiene, en algún punto, en algún lugar, en algún momento, un límite; del vacío, en cambio, no se puede conocer su extensión ya que por definición carece de final. Así pues, contemplé el vacío sintiendo que mis ojos dolían, que la vista me ardía, que las lágrimas eran el peor ácido corrosivo que conociera a lo largo de mi vida. El sentir tan atroz de semejante contemplación me recordaba el dolor de estar vivo.
    Entre tanto vacío, rodeado por él, acunado en su infinitud, llegué a la conclusión de que la mera existencia es inútil, porque no se puede existir en medio de todo ese vacío en el que ni siquiera tenemos dónde apoyar los pies, dónde dejar que nuestros sentidos ―los conocidos y los aún por conocer― demuestren su utilidad y su valor. Y si los sentidos no nos dan respuesta sobre lo que nos rodea, porque cuanto nos rodea es un vacío sin más, la existencia es inútil ya que no se existe sin sentir, no hay experiencia posible en medio de tanto no ser. Así que, en el vacío, la existencia se torna inútil. Si la existencia es inútil, la vida misma se torna innecesaria. Siendo la vida innecesaria, cualquier cosa que se intente tendrá ese cariz tan similar al fracaso, tan cercano a la muerte para todas las cosas que son, las que llegarán a ser y las que ya han sido. La vida es innecesaria en la inutilidad de la existencia y la infinitud del vacío en el que no habrá diferencia alguna, nunca podrá darse cuenta de si estamos, estaremos o hemos estado.
    No eran solo mis ojos los que dolían en ese momento, el dolor era el seguir con vida ante tanto vacío. Carecía por completo de sentido continuar de esa manera, solo quedaba una única cosa por hacer, como siempre lo había sabido. Era necesario suprimir mi…
    ―Tenés la taza vacía, ¿sabías? ¿Quérés más café?
    La miré acercarse. Sí, la miré, porque su piel morena apenas cubierta por una de mis camisas mal cerrada era algo que debía mirarse más de una vez, al igual que sus ojos, su sonrisa, todo en ella esperaba ser mirado. El aroma de su cuerpo, los rastros del perfume de la noche anterior, el recuerdo fugaz de lo que sucedió después y el del café que inunda la taza que aferro, iluminaron el día. Acarició mi mejilla al pasar junto a mí.
    ―Las mañanas no son lo tuyo ―sonrió como solo a ella viera hacerlo. No sonreía solo con los labios o con una mueca en el rostro, era su cuerpo entero el que sonreía. Pero lo más extraño de todo era sonreía mirándome, a mí. Sonreía conmigo, y aunque seguía sin entenderlo, lo disfrutaba.
    ― Nunca lo fueron ―mi voz ronca, de alguien que recién se despierta, resonó en la diminuta kitchenette―, hasta ahora.
    Intenté sonreír también. No sé si lo habré logrado.

Kitchenette o la excusa perfecta para hacer cada vez más
 pequeños los departamentos (apartamentos o pisos).